Adicciones emocionales

     

    Acabábamos de comer con unos amigos y Norman insistió en acompañarme a casa. Yo le había dicho que no hacía falta, pero sucumbí a su insistencia. Me dirigía con él a buscar su coche, cuando de repente, nos cruzamos con el que parecía un indigente.

    El hombre empezó a balancearse hacia delante lentamente. Nos lo quedamos mirando sin querer y desviamos nuestros pasos para evitarlo. Llevaba una mochila en la espalda, pero el peso de esta no impedía que se inclinase hacia delante. No se tenía en pie, bailaba sobre sus pasos y parecía que iba a perder el equilibrio.

    ― ¡Se va a caer! ― dije yo sin saber muy bien que hacer.

    Y en el momento en que parecía que iba a chocar con el suelo, abrió los ojos y se reincorporó. Se puso en pie y miró hacia nosotros. Tenía los ojos perdidos. Estaba claro que estaba muy colocado por alguna clase de droga.

    Pasamos de largo, sin volver a mirarlo.

    ― ¡Hay que ver hasta dónde puede llegar el ser humano! Me da mucha pena ver cómo puede estar tan perdida una persona ―dijo Norman.

    Esta frase me resonó en seguida. Me pareció muy curioso darme cuenta de que había pensado lo mismo mientras comíamos juntos, pero… ¡acerca de él!

    Cuando planeamos la comida con el resto de los amigos, Norman dijo que me vendría a buscar con el coche. Aunque yo le había dicho que podía ir en autobús. Él insistió y sucumbí, como había vuelto hacer en ese momento.

    Al llegar la hora en que debía recogerme me escribió un mensaje para decirme que se había entretenido con un cliente, que al enterarse que venía a Barcelona le había pedido si le podía acercar al centro. Norman tuvo que desviase del camino para venir a buscarme, así que se le hizo tarde.

    Todavía no entiendo porque no me llamó para pedirme que fuera yo sola, en autobús, como había planteado desde el principio.

    Llegó corriendo, explicándome todo lo que le había pasado: Que si el cliente, que si el tráfico, que si nunca le había pasado esto y que justamente tenía que pasarle hoy.

    Estaba muy nervioso. Finalmente se había hecho tarde.

    ―¿Conoces el eneagrama? ―le dije mientras íbamos los dos en el coche

    ―No ― contestó él, con cara sorprendida.

    Mientras le hacía una pequeña introducción sobre lo que era el eneagrama pensé que era probable que él fuese un eneatipo 2, el que necesita sentirse útil y ayudar a los demás, aunque él no sepa cuidarse a sí mismo.

    Durante la comida habló sin cesar, moviendo la manos de manera incontrolada. Cada vez que se acercaba a una copa pensaba que acabaría en el suelo, rota de un manotazo. Repetía una vez tras otra la misma historia, lo que le estaban haciendo, como de mal se portaban todo el mundo y todo lo que hacían contra él, medio orgulloso, medio dolorido.

    Su cuerpo se inclinaba hacía delante, hacía el centro de la mesa, intentando, inconscientemente, que los otros tres no nos despistásemos de su discurso.

    ― Norman come, que se te enfría la comida, ― le dijo Ramón ―apenas has comido nada y los demás ya hemos acabado.

    Me recordaba mucho a mí, cuando yo hacía lo mismo sin darme cuenta.

    Y ahora, Norman veía que la persona que estaba delante nuestro estaba bajo los efectos de una droga, sin tener consciencia de que él, tenía también una adicción, que le hacía tambalearse por la vida.

    Y mientras andaba con él iba pensando en cuántos de nosotros vivimos enganchados a nuestro dolor, sin poder desengancharnos aun sabiendo que vivimos mal. Adictos al victimismo, al sufrimiento, al autoengaño, a drogas que no están tipificadas por la sociedad.

    Drogas que no conocemos y no reconocemos a las que estamos enganchados sin saber que nos quitan la paz.

    Y al igual que los alcohólicos, o el resto de los adictos ni siquiera reconocemos nuestra adicción, buscando excusas y culpables en nuestro exterior.

    Y al contrario de ellos, de los adictos al alcohol, al juego u otras drogas, nosotros ni siquiera sabemos que nuestras drogas existen.

    “Qué bien estoy ahora” pensé, mientras intentaba explicarle que estaba un pelín estresado. Pero él ni siquiera me oyó.

    Y de repente una ráfaga de viento nos envolvió, y mientras sentía ese aire en mi cara, que me despeinaba, sin que a mí me importase, cerré los ojos e intenté respirar esa agradable sensación de estar viva.

    ― Me lo he pensado mejor, te agradezco que te hayas ofrecido a llevarme, pero me apetece mucho ir andando un ratito― le dije dándole un fuerte abrazo.

    Y mientras me alejaba andando, le mandé un beso con la mano

    ―Cuídate mucho, que te quiero un montón ― le grité mientras pensaba que me gustaría acompañarle a tomar consciencia de su manera de vivir.

    Pero no puedes acompañar a quien vive enfadado con la vida sin darse cuenta.

    Sólo si tomas consciencia de ello serás capaz de cambiar.

     

    Somos adictos al sufrimiento, al victimismo, al control, al querer cambiar la realidad que nos rodea, al estrés, al desbordamiento, a querer hacerlo todo… y no nos damos cuenta.

    Solamente observamos los efectos secundarios de esas droga, el dolor, la infelicidad, el agobio, la tristeza, la frustración, el agotamiento…

    Y lo peor de todo, no sabemos el porqué nos sentimos así,  y es porque no somos conscientes de que tenemos una adicción. 

    Con esta historia te animo a que abras los ojos y empieces el camino hacia la paz y la tranquilidad.

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