
Salgo de casa contenta. He quedado para tomar algo con unas amigas, hace bastantes días que no nos vemos, así que es probable que nos alarguemos conversando más de la cuenta.
Hemos quedado en plaza Catalunya para poder ir andando por el centro hasta llegar a algún sitio que nos guste. Seguramente daremos un paseo tranquilo, antes de sentarnos a tomar algo en cualquier sitio.
Aunque no llego tarde, soy la última. Después de saludarnos y preguntarnos que nos apetece hacer, decidimos ir a una tetería del barrio de Gràcia. Como empieza a refrescar, a todas nos parece bien ir a tomar un té, además, es un largo paseo y nos permitirá irnos poniendo al día mientras caminamos.
Mientras vamos andando me llama mi hija por teléfono. Habíamos hecho planes para pasado mañana, íbamos a ir de excursión y a comer a una masía. Por enésima vez durante esta semana me propone un cambio de planes, me había adaptado a todo lo que me había ido pidiendo, pero esta vez no podía cambiar de día. Ella me proponía hacer la excursión en una nueva fecha en la que yo ya había quedado con una amiga para comer y no me parecía adecuado posponerlo. Empezamos a darle vueltas a la situación.
Mientras la escuchaba hablar intentando convencerme me di cuenta de que, aunque yo iba más lenta y me había separado de mis amigas, ellas podían escucharme.
Y cómo la mejor defensa es un ataque, la conversación con mi hija se enredó hasta que me soltó un “¡parece que es más importante tu amiga que yo!”
Me quedé bloqueada, era ella la que me estaba cambiando los planes, me sentí atacada, pero reaccioné justo en el momento anterior al grito y logré contestar sin seguir entrando en la batalla que se estaba preparando.
―Ahora no puedo continuar, ya hablaremos cuando vuelva a casa ―añadí intentando despedirme.
Nada más colgar el teléfono, mis amigas me miraron, con esa expresión que dice:
―“¡Venga! ¡cuenta que ha pasado!”
―¡Estoy harta! ―contesté con tono enfadado― Mi hija me acaba de fastidiar la comida con María. Me está cambiando los planes cada dos por tres.
Las dos empezaron a hablar a la vez.
―Tranquila, no te enfades, ¿Qué ha pasado? ―dijo una de ellas
Les intenté contar lo que había pasado, pero no me dejaban acabar con la historia, ya que a cada frase que yo decía, ellas con afán de ayudarme, me proponían una solución.
―¿Y no puedes quedar otro día con María? ―añadió
―No, porque se va de vacaciones y me dijo que tenía la semana ocupada con otras cosas―repliqué yo.
―¿Y no puede cambiar alguno de sus planes? Pregúntale a ella―continuó
―Pues no lo sé, pero me sabe mal hacerle cambiar su vida.
―Pero tu hija es más importante, ¿no?
―¡Pero si ha sido ella la que ha cambiado los planes! ―añadí perpleja.
―Bueno, tu sabrás si quieres o no enfadarte con ella.
―¡Es que cada día cambia el plan y me marea como una peonza! ―balbuceé.
“¿Por qué se meten? ¿Por qué intentan replanificar mi situación cómo acaba de hacer mi hija? ¿Por qué todo el mundo intenta decirme que tengo que hacer? “Los pensamientos vagaban libremente en mi cabeza mientras me daba cuenta de que estaba intentando dar explicaciones a mis amigas simplemente para justificar mi emoción.
Ellas querían ayudarme a resolver la situación mientras que yo lo único que necesitaba era justificar que me sentía mal, y no resolver la situación.
Y así entramos en una rueda de discusiones que aceleraba nuestro ritmo cardiaco. Y lo que era peor, me estaban intentando ayudar y parecía que las cosas iban en el camino opuesto.
Mi otra amiga siguió el hilo de la conversación cambiando el tema:
―No deberías perturbarte ni enfadarte. Siempre explicas que la realidad no es como nos gustaría que fuese. Ahora te toca aceptarlo y no dejarte llevar por el enfado. Pon en práctica lo que siempre cuentas.
Sentí una puñalada en mi autoestima. Sentía que había avanzado en mi crecimiento personal y reconocer que estaba enfadada me hundió. Noté como me ponía a la defensiva, así que haciendo uso de lo que había aprendido decidí salir de esa conversación cíclica.
―Estoy enfadada y ahora no puedo gestionar esta conversación. Dejar que se me pase la emoción y entonces, ya gestionaré lo que puedo hacer ―dije calmada.
Ellas siguieron andando, charlando, y yo me mantuve callada acompañada de mis pensamientos.
“Nadie puede hacerme daño si yo no le dejo y nadie puede fastidiarme nada, ni siquiera mi hija” me repetía mentalmente. Empecé a darme cuenta de que me volvía a perder en las frases de crecimiento personal que en este momento preciso no entendía.
“¿No tengo derecho a sentirme así?” pensé durante unos instantes. “¿No tengo derecho a sentirme triste? ¿No tengo derecho a enfadarme porque mi hija me cambia los planes? Sé que no debo gritar ni a enfadarme con el mundo, pero… ¿no puedo siquiera sentirme así por unos instantes?”
Recordé cuando les había explicado a mis amigas mi reflexión acerca de la situación de encontrarme la mochila y los zapatos de mi hijo por el suelo. Allí había entendido que si sabía qué me hacía perder los nervios podía gestionarlo y llegar a no sentir enfado, pero ¿Qué sucedía ahora, aquí? Tenía clara la teoría, había gestionado la situación, no me había peleado con mi hija ni con mis amigas, pero… ¿por qué me sentía mal al sentirme enfadada? Me sentía completamente desbordada.
Y recordé que no debemos luchar contra las emociones, que si luchamos contra ellas acabamos por mantenerlas y sufrimos por no querer sentir lo que estamos sintiendo. Que debemos aceptar lo que sentimos y no resistirnos.
Somos seres emocionales y no podemos luchar contra ello. Pero sí que debemos dejar de sentirnos atacados por los demás y no debemos dejar que nuestro cerebro lo interprete como una señal de peligro, y se disponga a enfrentarse a ello.
Y acepté que estaba enfadada, y me di permiso para sentirme así. Y dejé de pensar en ello. Y cuando dejé de pensar, el enfado y la tristeza se desvanecieron.
Y ahora sé que lo que siento depende de lo que pienso, pero que a veces no me doy cuenta de lo que pienso. Y sé que simplemente debo dejar de pensar. Las emociones duran unos minutos, pensar y darle mil vueltas en la cabeza las convierte en sentimientos y esos son los que van a perdurar.
Descubrir porque me enfado puede hacerme gestionar situaciones parecidas de forma más rápida, para sentir y dejar fluir la emoción de manera automática. Incluso puedo conseguir que no surja. Pero lo más importante es reconocer la emoción, aceptarla y dejarla marchar. Y todo esto sin pasar por el enfado con los que te rodean, sin sentirte atacada y sin entrar, inconscientemente, en modo supervivencia, modus operandi que nos puede llevar al fracaso emocional.
Creo que ahora puedo empezar a plantearme cómo planificar la organización de los próximos días. ¡O mejor no! Mejor acelero el paso y me uno a mis amigas, para acabar de disfrutar de mi paseo y el té.
Y observo las farolas del Paseo de Gracia, majestuosas, imponentes, que me observan a medio camino del cielo, y aunque parece que me dan su aprobación una de ellas se muestra diferente y parece preguntarme: ¿Cuántas veces has hecho tú lo mismo que ellas, sin darte cuenta?
Una primera reflexión:
¿Intentas no sentir aquellas emociones que consideras negativas? Cuando
intentamos evitar sentir una emoción solo conseguimos pensar más en ella y el
efecto es justo el contrario, en vez de evitarla nos enganchamos más a ella.
Y la segunda:
¿Te has preguntado alguna vez si cuando intentas ayudar a alguien lo haces pensando en lo que necesita o simplemente en cómo gestionarías tú su situación? ¿Te has planteado cuál es la emoción que siente en ese momento? ¿Se te ha ocurrido preguntárselo o simplemente intentas solucionar la parte superficial de su situación sin pensar en sus sentimientos?
En cambio, ¿te molesta que te den lecciones o ideas cuándo eres tú la que
no te sientes bien?
Te invito a que reflexiones un poquito más en ello. Para vivir mejor, para
sentirte bien.
Si quieres disfrutar de historias nuevas y pertenecer a esta comunidad de desbordadas, subscríbete a la newsletter.
Si quieres acompañamiento individual, contacta conmigo.
Si te ha gustado ¡Compártelo!